Está comprobado: a uno le tocan los cielos que espera encontrar
Nací en Venezuela, pero desde el primer día que llegué a Colombia sentí un amor
incondicional por esta tierra. Y como todo amor que desea un final feliz, no puede ser
posible si no es correspondido. Y esta vez sí lo fue.
Comparto un poema que le escribí a Colombia en mi primer viaje a este lugar. A fin de
cuentas, el hogar es algo que llevamos a cuestas.
Y es que no puede haber otra explicación:
Bogotá le daba sus mejores tonos azules
a esta recién llegada extranjera,
incluso las nubes se dispersaban cada vez que la veían pasar,
y las gotas, que caen diariamente en los momentos más inoportunos,
se van a regar jardines.
En los noticieros, el mal tiempo dejó de ser importante,
y los diarios reseñaban el misterio de este cambio climático.
Bogotá estaba feliz con la presencia de esta persona,
que como los grandes amores,
estaba enamorada de este sitio sin saber por qué.
Y esta ciudad la quería de vuelta y la quería alegre.
Todos los días le regalaba un motivo más para montar bicicleta
y que le entraran ganas de decirle al mendigo:
¡Qué delicia tu vida en estas calles!
Pronto los ciudadanos dejaron a un lado sus abrigos
y en el trabajo empezaron a aceptar asistir en ropa interior.
Esta joven estaba revolucionando un país con una sonrisa,
y Colombia pensaba retribuirlo de vuelta
con lo mejor que le podía dar: su calor.
Los políticos empezaron a añadir en sus persuasivos discursos
que esto era consecuencia de los buenos años de gobierno,
pero el sol no quería saber de blancos y negros,
solo sabía dar azules, para el cielo diario de esta joven.
Llegó el día de partir, y esta persona se dirigió a otro destino del mundo,
sin saber que el mal clima ya empezaba a estremecer,
como en los viejos tiempos,
las calles de Bogotá,
que a las pocas horas,
ya extraña a esta desconocida
que cambia cielos.
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