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Extraños


Pretender que la experiencia no afecte lo que la cabeza configura, incluso proyectándolo en vida ajena, es como no haberle vivido. Sin ser personal, es mi reflejo borroso; tiene un significado dentro de una historia que se apaga y el dramatismo del desamor, del terror de convertirnos en eso:

Extraños

Me despierto o empiezo a dormirme, y justo en ese momento alguien llama a mi puerta, como si la ironía aún tuviera gracia. La enfermera me lleva a recepción sosteniendo mi antebrazo con el suyo y rodeando mi espalda con la otra mano, noto que cada vez me pesa más el cariño.

El pensamiento lo interrumpen abrazos de pequeños niños que me recuerdan a ti de mayor. Un hombre se me acerca —quizás porque nota la impotencia— y me lleva a una fuente sin agua del jardín. Saca un cigarrillo (aunque recuerdo haber visto una señal de "prohibido fumar") y mira al cielo. Una sensación de terror absoluto empieza a apoderarse de mí cuando me mira y sonríe, siento que a este hombre le he conocido en otra vida.

La primera media hora pasa entre sonidos mudos mientras yo intento siluetear la forma de sus labios repetidas veces con la esperanza de recordar su aroma. No quería mirarle de nuevo por el flagelo permanente con el que castigo a mi memoria, pero sobre todo, porque tenía la sensación de que si lo hacía, me vería ahí inmersa en tiempos cuando la juventud no parecía un recurso agotable.

Luego hay un silencio que solo se hace más intenso con las risas de los niños cuando se acercan a hacernos parte de un juego que perdió la gracia con el paso de los años. Le adjudico al tiempo la insensibilidad en la piel ante el roce de sus manos y a la experiencia, la insensibilidad de mis ojos ante el paisaje primaveral. Esa era la estación que más disfrutaba, recuerdo.

El hombre posa su mano sobre las mías, que reposaban en mi regazo, y siento que es el momento de mirarle a los ojos pero al levantar la cabeza, me encuentro con su rostro apuntando al lado opuesto, contemplando la colilla del cigarrillo que acaba de apagar en la esquina de la fuente.

—Nos vemos en una semana. (¿Cómo sabe mi nombre?).

Les hace una señal a las enfermeras y ellas se van acercando para llevarme de nuevo a mi dormitorio. Llama a los niños, se despiden de mí igual que como me saludaron y abrazan a las enfermeras como agradeciendo la suplencia. Yo intento mirarle cuando se levanta, pero el sol me deslumbra sacando lágrimas que no había sentido en un tiempo.

—¿Estás bien? —pregunta.

Abro los ojos de a poco; solo para tener los del hombre en frente porque ya todo su cuerpo me indicaba que habías vuelto después de todo. Me invade una tristeza inmediata (porque la confusión ya es un estado permanente) al ver que su sombra me había engañado, porque al parecer, he de extrañar tu mirada por otros cinco lustros y he de despedirme de este hombre que se hace pasar por ti cuando vuelva a visitarme en los que nunca sabré si fueron sueños.

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