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Una fantasía

En la vida analógica, disfruto del anacronismo de un escenario que puede ubicarse en cualquier época donde la nostalgia aún se pudiera considerar loable gracias a la licencia de un futuro prometedor y del presente como un sentimiento profundo. Es en esa analogía, que la curiosidad de mi propia sexualidad y la añoranza de la tuya se ubicaron en un plano donde siempre serás:

Una fantasía

Martina escapaba del ojo de la niñera cada vez que podía. Todos le tenían como una niña traviesa, incontrolable, mal acostumbrada a no acatar las reglas que se le imponían de una manera automatizada sin recibir un castigo ejemplar. Sus padres a veces pensaban que le debían atención, pero la mayoría creía que le daban demasiada. Lo cierto es que cuando se discutía el tema en la familia, el propósito de sus escapadas continuas parecía irrelevante.

Nunca se preguntaban por qué volvía del arroyo con el pelo seco y del bosque con el vestido intacto y para ella, eso les hacía cómplices. Ninguno se imaginaba que Martina iba siempre al mismo lugar, a contemplar una escena idéntica que sin generar conjeturas que su cerebro temía explorar a tan corta edad, cada vez con más claridad parecía la entrada a un mundo del que, eventualmente, quería formar parte.

Aunque vivía a las afueras, se había ingeniado una forma de meterse en el carro del jardinero de su casa cuando él encontraba la excusa para verse con la hija de un tendero del pueblo que se ponía un audífono para escuchar la misma emisora todos los días y se lo quitaba cuando tenía que saludar a sus conocidos de toda la vida. Al llegar al pueblo, Martina se sentaba primero en la fuente del centro de la plaza. A pesar de encontrarse vacía, ella jugaba a recrear escenarios en los que alguna vez niños como ella jugaron a entreverse la piel mientras buscaban monedas en el fondo. La inocencia se interrumpía cuando les veía llegar.

Una pareja de amantes que no pasaban de los 30 iba a regodearse frente a todos de su apasionado romance. Eran probablemente trabajadores de las oficinas que achacaban a la burocracia las aventuras entre pasillos. Tenían su lugar, como si lo reservaran cada día, en un banco a la vista de todos y sus gestos eran intensos, tanto que podía verse cómo se cristalizaba el vapor de los besos en movimientos que se dibujaban en el aire.

Para Martina era como un baile, parecido al que le enseñaron y nunca aprendió en ballet, pero para esta coreografía no valían ensayos, la sincronía estaba dada e hipnotizaba. Esta, sin duda era una lección a la cual ella ponía cada ápice de su atención. Cada vez que les observaba ella entendía por qué el ballet había fracasado, pues al baile le faltaba el elemento que lo hacía una extensión natural de su andar lleno de gracia, que aunque sus movimientos eran delicados, en su corazón sin experiencia abundaban preguntas que se traducían en altas temperaturas corporales que no eran del todo incómodas.

Un día, Martina se atrevió a hacer algo que, a pesar de haberlo pensado tantísimas veces parecía acarrear consecuencias y ella, contrario a lo que todos creían, era una niña que sabía sus límites. Esta vez, decidió seguir a la pareja cuando se levantó del banco hasta un edificio viejo que parecía abandonado. Sigilosamente subió las escaleras después de ellos, procurando sincronizar incluso sus suspiros con los suyos. La pareja se detiene antes de llegar al último piso entre risas agitadas que le remueven a ella delicadamente unas bragas que Martina nunca le había visto a su madre y empiezan a hacer el amor contra una pared que se deshacía con tan sólo el roce. Martina lo ve todo casi sin respirar. Ya era imposible seguir sus suspiros.

Dentro de su propia ingenuidad, veía el sexo de una manera natural. Comprendía el afán de su hermano mayor por esconder las revistas eróticas en un lugar donde importaba más la urgencia que la evidencia. Y empatizaba con los reclamos de su madre en la noche, la vergüenza de su padre en la mañana y el juego de sábanas que siempre estaba guardado en el mueble del salón. Había algo en su omnipresencia que se le hacía particularmente perceptible y volvía aún más evidente la distinción entre lo bueno y lo malo que el acto sexual acarreaba.

Sin embargo, era la primera vez que lo presenciaba y que su mente lo configuraba como un recuerdo imborrable. Aunque el aire era pesado y el escenario se asemejaba más al lugar donde se había cometido el crimen de un libro de Dostoievski, ella estaba maravillada. No era sólo la excitación de lo prohibido, ni los sonidos bruscos pero tenues que él emitía mientras ella cubría su propia boca, cerrando los ojos, como implorando que aquello no acabara nunca. Este era el clímax de una obra de teatro que no le permitían ver, era la fusión de dos cuerpos en uno solo. Ella nunca pensó que el baile podía exacerbarse hasta alcanzar tal maestría.

De todo lo que no terminaba de entender, no era la excitación lo que le producía el mayor estímulo, pues se sentía sobre todo conmovida. Los amantes terminaron, pero permanecieron sosteniendo sus cuerpos erguidos en un equilibrio perfecto, sin mayores gestos que delicados besos y caricias cuya inocencia era casi insultante. Después del suspiro final y de arreglarse la ropa lentamente, ella mira su reloj y el hechizo se termina en el acto. Tomados de la mano, comenzaron a bajar las escaleras. Martina se escondió en un pequeño hueco, aunque el riesgo de ser descubierta y hacer parte de esa historia se volvió peligrosamente tentador.

Al salir de ahí, se le ocurre mirar alrededor y para su sorpresa, se encuentra con otro niño saliendo de un escondite más ajustado que el que ella había encontrado. Los dos saben que han apreciado la misma escena en silencio. Martina comprende que la curiosidad no era su propio invento y que intentar mantener la inocencia cuando había tanto por descubrir y apreciar era fútil. Sin embargo, la segunda mirada se cae de inmediato ante la desdicha de que por ahora, son conscientes de los alcances de su propia anatomía, que aún no era suficiente para hacer real aquella fantasía que acababan de imaginar.

Martina volvió a su casa más tarde de lo normal y a pesar de que esta vez el regaño fue desproporcionado, no produjo en ella el más mínimo efecto pues en ese momento y sin saberlo, por el resto de su vida, la fantasía del deseo sublevado por cuerpos ajenos se volvería una búsqueda interminable de una sensación que reemplazara los rostros de los amantes por los de ella y ese niño, que se convirtió en la figura fortuita de su propia sexualidad. Ese niño que volvió a buscarla cada verano hasta que se resignó a encontrarle en otra vida.

Después de aquel día, no pudo volver al pueblo pues los ojos de todos estaban puestos en ella. Luego sus padres se mudaron (uno bien lejos del otro) y con los años, parecía cada vez más que su historia fuera tan solo eso: una realidad que existía en su cabeza encarcelada. Así, se la pasó la vida buscando bailes que se le asemejaran al que presenció ese día, algunos incluso le causaron heridas profundas que no dolían en la piel reseca de sus pies. Sin embargo, esperaba todos los días a que llegara la noche, o las noches largas a que llegara el primer canto del amanecer, para poder soñar cómo subía las escaleras bailando y suspirando en un edificio abandonado del pueblo con la fuente seca en el centro de la plaza.

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