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El bifé

Le dicen bifé al mueble auxiliar que se ubica en la sala comedor de los hogares, donde normalmente se colocan copas -de agua, de vino tinto y blanco, de jerez, de champaña o de vermouth-, vasos para whiskey, bandejas, palillos, y todo tipo de arandelas para decorar la mesa de una cena o fiesta. También puede ser el bar. En la casa de Samuel Riba, típico hogar español, hay un bifé -Riba cree que es el último verdadero editor que le queda a la industria literaria. Ama la literatura, fue alcohólico y pasa su tiempo libre buscando nimiedades en Google. Celia, su esposa, lo atormenta. Teme volver a ingerir alcohol, y por ello se embucha diariamente con café. Riba se siente perezosamente estancado; ya quebró su editorial, su esposa se está volviendo Budista y odia muchísimo la vida. El mueble está justo al extremo derecho de la sala de comedor, junto a la ventana parcialmente cubierta por una cortina que Celia tejió -ya hace años-. En el bifé de Riba no hay vasos, ni copas, ni palillos. Tampoco botellas de licor, los culos quedaron marcados en la madera. Nada los cubre. Es el espacio del licor; el espacio vacío.

Hace unos años el bifé guardaba abundancia; minutos antes del tropezón, Riba solía observar el leve y casi imperceptible movimiento de los líquidos en las botellas, un vibrato con voz de mujer que sólo él podía sentir. Ron, whiskey, jerez, ginebra, vino, cerveza, vodka. Podía elegir cualquiera -o todos- para caer. Sin embargo esto no representaba una preocupación, porque sabía que el tierno acolchado de la literatura lo recogería cuando estuviera totalmente borracho y ya no sintiera el vibrato en lo absoluto.

Ahora el bifé tiene una vista desértica. Cristal y nada más, aburrimiento, zozobra, angustia y rencor. Al despertar una mañana de junio, cálida pero lluviosa, al lado de Celia, se instaló la imagen de Dublín en su mente; un sueño le había mostrado la salida -el sueño de vivir un Bloomsday en Dublín, un dieciséis de junio completo buscando algún funeral-. Los preparativos del viaje no le tomaron más de dos horas. Llamó a un par de amigos -entre ellos Javier, un enamoradizo que sólo descolgaba su teléfono los días impares-, compró los tiquetes y no avisó a Celia, calló en casa de sus padres y empacó una gabardina en una maleta -que si bien no era Mackintosh, como la del extraño en el Ulises, podría pasar como una de ellas-. Era la hora de volver a llenar el bifé.

Ya conozco Dublín y nunca he caminado sus calles. Sólo me falta sentirla. Habiendo leído Ulises, Los Dublineses y Retrato de un Artista Adolescente de Joyce y, ahora, Dublinesca de Vila-Matas, me parece haberla conocido. Dublín resume mis más profundas ensoñaciones negativas, allí quisiera tener una pérdida, un desamor, asistir a un funeral, caminar por sus calles mojadas, sentarme en frente de una página en blanco y nunca llenarla. En Dublín quisiera quebrarme, ser despedida, llorar sin razón, perder mis libros. Si alguna vez fracasara, quisiera que Dublín fuera mi principal testigo. Enrique Vila-Matas me despertó este deseo -¿masoquista?- inventando a un personaje que llegó cuando más lo necesitaba. Y abastecí mi bifé.

***

Se me perdió Dublinesca y no estoy en Dublín, me estaba cambiando de casa -¡en el mismo barrio donde vivía antes!- y ahora no lo encuentro. Es muy triste porque no alcancé a terminar la reseña y tengo muy mala memoria. Incluso, soy amante a las noticas adhesivas porque ahí anoto ideas para acordarme, luego, cuando escribo. Estoy angustiada. Sólo puedo recordar el bifé vacío y a Riba bebiendo.

Pero quizás eso es lo único que importa...

Gracias Manuela al Horno, por compartir con #MyGrlStory tus reseñas y apetito por la letras.

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