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Mucha nena


Sola. Voy a estar sola. Yo puedo sola. Déjame sola. Me gusta estar sola. No quiero estar sola. Me toca ir sola. Quiero estar sola. Me da miedo estar sola.

Un día abrí los ojos y el pecho se me hundía, cerré los párpados y respiré profundo, es verdad, pensé, estoy sola y es verdad. Siempre alardeé de mi habilidad para hacer cosas yo solita, empecé a viajar por mi cuenta desde que tuve literalmente un año de nacida, cuando mi madre me enviaba recomendada en el avión desde Moscú hasta Bogotá con alguna azafata alemana. Tenía habilidades de niña autónoma adquiridas en el jardín ruso, donde todo los niños debían vestirse y desvestirse solos desde los dos años. Sabíamos ponernos el overol de invierno, los guantes, las bufandas, los gorros y las botas, de lo contrario no salíamos a jugar en la nieve como pequeños luchadores de zumo.

En principio, fui hija de padres separados así que iba de un lado a otro siempre en busca de alguno de los dos. No recuerdo haber vivido esa escena de familia estable donde la mamá carga al bebé, mientras el papá acomoda las maletas o ese momento cuando el papá sostiene a la niña y la mamá los abraza fundiéndose en un trío de amor. No. Mis recuerdos son mirar por la ventana del avión con los mocos escurriéndome hasta la boca pensando hasta cuándo tendría que seguir despidiéndome de alguno de los dos, escuchando Hakuna Matata en mi walkman amarillo y recibiendo toda clase de regalos de la tripulación para que la niña dejara de estar triste. Sin embargo, me sentía orgullosa de haber empacado siempre mi maleta sola y de escoger mi ropa y de saber qué papeles se debían mostrar. Era una pequeña viajera independiente.

Ya en Bogotá, desarrollé una personalidad a veces solitaria, a veces soñadora de compañía. Hervía de profunda envidia cuando veía que los demás tenían amigos, parches en sus conjuntos cerrados, hermanos. Por qué no tuve una hermana gemela, me preguntaba, así siempre habría tenido compañía. Anhelaba tener amigos, pero me temblaba algo cuando estaba frente a un grupo de gente nueva. Fue tanto así, que el primer día de colegio me vomité en la ruta y la única amiga que hice fue aquella valiente que prefirió quedarse a mi lado a pesar del asco con el que nos miraban los demás…y el olor, claro. Aún hoy somos amigas.

En los años siguientes, esa incómoda soledad quedó escondida bajo las múltiples actividades de socialización que empieza uno como adolescente a experimentar, que la pijamada, que el Jaime Duque, que la miniteca, que los quinces, que la chiva, que la fogata, la película, la fiesta, la excursión, el Prom. Toda esa fase de preparación para la vida adulta, donde saldrán a relucir las dotes de inteligencia social y las capacidades para hacer o no redes. Yo era feliz, pero feliz es feliz. Tenía un millón de amigos y junto con ellos podía cantar. Todo fluía, todo era mágico, pertenecía a algo, ya no era más ese planeta colindante. Hasta que empezó la pinche época de los noviazgos y básicamente me cagaron la vida.

¿En qué momento el mundo se redujo al temita este de tener o no pareja? ¿Acaso teníamos todos que ser cruzados como si fuéramos ganado? ¿No hay temas más interesantes por los cuáles sufrir? ¿No tenemos suficiente con la lucha de clases? Y si no era algo premeditado, por qué mierdas a todo el mundo le pasaba que se enamoraba como por la misma época, qué coincidencia. Me sentía jugando el baile de las sillas, siempre con ansiedad del tétrico momento cuando apagaran la música y me tocará quedarme de pie, medio sonriendo, medio cerrando los ojos y sola. Lo que me pasó básicamente fue que empecé a escoger novio como quien en vez de alcanzar una silla agarra un butaco y lo pone rápidamente sin que nadie se de cuenta que está más bajita, pero no pierde porque está sentada. Fue el inicio de una racha, que aún hoy, parece ser un karma.

¿Alguien me preguntó si quería jugar a las sillas bailables? Pues no, pero ahí le juego porque hasta hace muy poco creía que no tenía opción, el miedo a estar sola era tan grande que me despertaba mis instintos de supervivencia más profundos. La sola idea de la no compañía me cerraba la garganta y sentía esa presión en el pecho tan conocida para mi cuando estaba frente a la ventana del avión. Era una combinación entre miedos infantiles y presiones sociales adultas. No era miedo al abandono, ni siquiera miedo a la soledad porque amo los momentos privados en los que nadie sabe dónde estoy o qué hago; era miedo al vacío que existe cuando la compañía deja de ser presencia física, es decir, miedo a la ausencia, miedo a extrañar y no tener, miedo a la nada.

Después de respirar profundo y pensar que de verdad estaba sola, me levanté y me dispuse a agarrarme la cabeza y a hacer drama. Tenía listas las lágrimas desde la noche anterior cuando me acosté repitiéndome en voz baja que no era posible que esto estuviera pasando. Años de inestabilidad emocional me habían dado un master en autosabotaje, así que sabía claramente cómo abrir la puerta al sufrimiento y hacer de la tristeza que sentía una tormenta huracanada. Pero justo en ese momento vi mi reflejo en el espejo que estaba frente a la cama de la desdicha y vi mis ojos ya inundados y enrojecidos:

Qué ridícula, pensé ¿Además de estar triste se va a poner a sufrir? ¿Usted cree que eso es sensato? Ya tiene suficiente con el duelo, no se haga más la mártir. Y curiosamente cerré mi cadena de regaño con un ‘Mucha Nena,’ aquel calificativo que se usa para enseñarle a los niñitos a ser machitos, a que no lloren y a que no sientan miedo… como si eso fuera humanamente posible. Mucha nena, mucha nena repetí; sí, soy una nena, sí, dije con fuerza; tengo miedo, sí, estoy cagada del susto, sí, soy una nena que le teme a la ausencia, sí y qué. Hay que ser mucha nena para tener tanto miedo y seguir con los ojos abiertos, pensé, luego le sonreí a mi reflejo sin cerrar los ojos.

Y después no pasó nada.

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